miércoles, 7 de marzo de 2012

Caso 1: The Future, de Miranda July, por Nadia Marchione

VOLVER AL FUTURO
Ver por segunda vez El Futuro no es para mí una tarea sencilla.  Hay muchas cosas en esa película que me resultan tan familiares que me dificultan mirarla sin llorar desconsoladamente (llorar de empatía, de conmoción o vaya uno a saber de qué).  Como si se activara algo en mí que se emparenta  automáticamente con esa joven pareja de 35 años que decide cuidar de alguien más pequeño e indefenso que ellos, que decide que a partir de ahora sus vidas cambiarán y que no estarán solos y entonces, en ese último mes de vida siendo sólo 2  deciden hacer algo que los haga sentir libres casi por última vez en sus vidas.Hay en ese vértigo de la decisión de cuidar a un gato enfermo y callejero, en esa importancia que ambos le dan, en ese darse cuenta de que cuando sean 3 algo se termina  para siempre, que me conmueve desde el principio.  Con lo cual El Futuro se convierte para mí en una película tan amarga como llena de vida.  Creo que en esa tensión entre vitalidad y amargura o nostalgia reside la profunda humanidad de la visión del mundo de Miranda July, su realizadora y protagonista.
Aclarada mi imposibilidad de abordar la película sin sentir una empatía quizá generacional con su mirada, intentaré abordarla desde tres de sus múltiples elementos.  Porque El Futuro, como toda buena película, nos habla con cada una de sus partes del todo.  En cada uno de sus planos, en cada elección de Miranda July, respira la película entera.  En cada recorte que podamos hacer vemos un futuro inmediato, un paso del tiempo cotidiano, real, ese que se siente en los rincones de una casa, en la humedad de las paredes, el paso del tiempo que no tiene que ver con las arrugas ni los efectos de maquillaje, el que percibimos sólo a veces, cuando “detenemos el tiempo” y miramos alrededor.

Soy el futuro
Hace un tiempo leí que lo que diferenciaba las casas donde vive una sola persona de aquellas donde vive más gente es la prolijidad.  Las casas de una sola persona tienen todo ordenado para ser mostrado, para ser visitado, como un museo de uno mismo que uno va creando alrededor suyo.  Cada cosa tiene su lugar elegido, no hay azar en la disposición de los objetos.  En cambio, las casas habitadas por más de una persona suelen verse más caóticas.  El criterio de más de uno en la decoración de una casa ya hace que algo se desacomode; incluso suele haber “adornos involuntarios”,  es decir cosas que no tienen lugar asignado que andan dando vueltas por ahí y nadie sabe dónde poner, huellas de vida, del paso de alguien que apoyó un vaso fuera de lugar y ahí quedó.
La secuencia de títulos de El Futuro muestra pequeñas postales de una casa habitada por 2.  Un foco quemado que nunca más se repuso, una lámina al revés, las medias colgando de la canilla del baño.  Muestras involuntarias de vida, vida que no es más que el paso del tiempo.  Un tiempo corto, cotidiano pero que no deja de ser tiempo que pasa.  La vida es el futuro.  Por eso no es necesario que el juego del  detenimiento del tiempo sea real; el tiempo en la película de Miranda July respira al compás de la película.

Ser tres
Él: ¿Entonces de veras estamos haciendo lo correcto?
Ella: Creo que sí.  Sí.  Creo que estamos listos. 
Él: Listos para… (silencio)
Él: Sí.  Creo que lo estamos.
Este pequeño diálogo pertenece a la escena con mayor contacto físico que tiene esta pareja en la película entera.  ¿De qué hablan? Así, descontextualizada, podrían estar hablando de cualquier cosa.  Si uno la ve, ve sus miradas, su forma de llevar los silencios, pero no ha visto nada de la película, podría pensar que están hablando de ser padres.  Y no, o sí, están hablando de la adopción de un gato, de un gato que necesita cuidados porque está enfermo.
Me detengo en esta escena no sólo porque me parece maravillosa por lo que dice sino por lo que no se dice.  Sus miradas, del uno con el otro, son de un entendimiento que genera en el espectador la clara sensación de que se está jugando mucho más que la adopción de ese gato.  Se está jugando el porvenir de una pareja.  Este acuerdo con el espectador es básico para entrar en la película; esta importancia del asunto es vital para entrar en este universo donde esa pequeña decisión será la que dispare tantas sensaciones en los personajes.
Y pienso entonces en qué es lo que realmente se está jugando en esta escena con respecto a la película toda.  Y pienso en esa recepcionista que apareció antes con su afán de acumulación de visitas en un video de internet, en esa nena que aparecerá después inmortalizada por su padre en un retrato hiperrealista, en ese padre que se convertirá en un tercero en la pareja, en estos dos comenzando a decidir sobre su último mes de vida sin mascota, y no puedo evitar pensar en lo chicos que nos sentimos todos cuando estamos solos, en la oscuridad debajo de la manta a la que hacen alusión los chicos en la clase de ballet (que no es otra que la oscuridad de la que habla el gato al comienzo de la película), y entonces creo en tender que El Futuro no habla de otra cosa que de la soledad, y de cómo frente a la soledad inherente a todo ser humano lo que buscamos es la trascendencia.  Trascender en otro, en un hijo, en el cuidado de una mascota, en un retrato o en un video de internet.  Pero salir de uno mismo, buscar afuera esa compañía de la que esencialmente estamos desprovistos.  Por eso es que de alguna manera El Futuro nos habla del ser padres, pero no en el sentido restringido de “tener un hijo”, sino en el sentido más amplio, de descentrarse para sentirse un poco más acompañado, de desordenar la habitación, respirar de a dos, o de a tres, o detener el tiempo para que pasen más cosas.

Mirando a Miranda
Los ojos tristes de Miranda July son ese otro elemento en el que me gustaría entrar.  Son casi transparentes, como de un ser de otro planeta.  Esos ojos son con los que ve el mundo.  Miranda July tiene una sensibilidad tan particular y poblada de matices que es difícil que encaje en un molde: es artista plástica, es cineasta, es actriz.  Y a todo le imprime su sello;  su mundo es tan particular que no puede dejar de sernos familiar.  No busca complacer ni dar grandes discursos, su obra es chiquita y precisa, pero es justamente a partir de esa precisión que se vuelve universal, como si llegara a conocer algo del alma humana que sólo puede ver con esos ojos transparentes.  Su forma de hablar, su tono de voz como pidiendo permiso, con un hilo de voz casi dubitativo, todo se vuelve hipnótico, querible y humano en ella.  Miranda respira.  Definitivamente es eso. Ese verbo que me dio vueltas en la cabeza y el discurso desde que comencé a escribir esto: respirar.  Miranda July respira y comparte las cosas que le gusta hacer.  Es por eso quizá que El Futuro me conmueve.  No hay nada en ella que sea pretencioso.  Miranda July genera una belleza tan sintética y particular que no sólo respira sino que nos permite respirar con ella, nos deja respirar en su calma.  Como si de repente todo nuestro mundo, ese cotidiano y conocido, pudiera adquirir esa trascendencia de la que antes hablábamos sin grandes cambios, sin vueltas de hoja, así, jugando a detener el tiempo y seguir respirando.

Mi escena favorita: La llegada de ella del trabajo, cuando se pone a bailar y charlan casualmente.  Ella hace chistes con su profesión y acto seguido comienza la conversación sobre decidir tener el gato.  Esa cotidianeidad, ese amor de todos los días me conmueve y me maravilla.


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